Presunto inocente

Marisol Gámez

Cubro la lamparilla de noche con una camisa. Disminuir la luz del cuarto evitará que la enfermera note que sigo despierto. Casi puedo escucharla:

—¡Emilio! ¡Deja esas lecturas de una vez! ¡Te hacen daño! — bla, bla, bla… no soporto a esa loca.

No las dejaré. Pocas páginas y habré terminado el libro. Cuando salga de aquí buscaré al autor, quiero conocer a este genio ¡En verdad que son ejemplares estos crímenes! Sonrío.

Tengo mucho en común con los personajes: que no quiero más arroz y me sirve. Que no quiero el medicamento y me lo da a la fuerza. También odio la forma en que los demás me miran. Habla y habla y habla, cómo me gustaría que las palabras se le reventaran dentro. Me siento impactado, imaginar estos cuentos me excita.

Escucho a alguien por el pasillo, es ella, reconozco sus pasos, creí que no me descubriría. Apago la luz, pero sigue avanzando. En un minuto su cara vieja y grotesca estará regañándome; si supiera que, si leo con obsesión es para no vérsela.

Se ha detenido, tal vez vaya al baño contiguo ¡qué va! viene a joderme, a gritarme: “¡eres un inútil! ¡Débil! ¡inepto!” El recuerdo de sus gritos me enfurece, me agita. Prosiguen los pasos, pero estoy listo, antes de que abra la puerta tomo la ventaja, agarro la silla y soy yo quien la abre…

Ya está, lo he hecho.

La vieja está tirada en el pasillo con un cepillo de dientes en la mano y la cabeza sangrante. Acepto que me equivoqué. Quizá tenía razón, soy un tipo débil e influenciable. Sus chillidos atrajeron a las otras enfermeras y los guardias pronto estarán aquí. Pero no dejaré que envíen al cuarto blanco, en mi defensa alegaré que fue un accidente. La odiaba, sí, la odiaba, pero hasta ahí, yo no lo tenía premeditado, matarla no fue idea mía, fue del autor del libro, de Max Aub. Él lo planeó, él es autor intelectual.