¿Nuestra personalidad está escrita en los genes?

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En Zelig (1983), Woody Allen nos cuenta la historia de un hombre que carece de personalidad. A lo largo del filme, Leonard Zelig adopta la forma de comportarse de aquellos a quienes conoce y admira. Hasta ahí todo sería más o menos normal, ya que todos imitamos a los que nos gustan. Pero Zelig nos asombra porque lo copia todo: gestos, frases, actitudes, opiniones, vestimenta… Acaba siendo un vampiro de identidades que se comporta de repente como un judío ortodoxo, un músico callejero afroamericano o una psiquiatra intelectual y prepotente. Quiere ser todos, y al final no es nadie. Su triste historia plasma una idea muy presente en el mundo moderno: la necesidad de tener personalidad.

Aunque es un fenómeno  psicológico difícil de definir, la coherencia en la forma de ser es tan indispensable que notamos su ausencia cuando no está presente. Por eso, cuando alguien de nuestro entorno actúa de forma aleatoria, adaptándose a las circunstancias y a las expectativas ajenas, decimos que “le falta personalidad”. Y cuando una persona exhibe un modelo de conducta consistente –por ejemplo, siendo resolutivo y mostrándose seguro de sí mismo en su vida familiar y laboral–, nos referimos a él como “un individuo de fuerte personalidad”.

El psicoanalista alemán Erich Fromm dijo que la principal tarea del hombre en la vida es darse nacimiento a sí mismo, llegar a ser lo que potencialmente es. Y el mundo moderno nos repite frases sobre la necesidad de ser uno mismo. Esta priorización actual de la coherencia personal es un producto, según el psicólogo Roy Baumeister, de varios hitos históricos. Para este investigador de la Universidad Estatal de Florida, los cambios sociales revolucionarios de los últimos siglos nos han llevado a anteponer nuestra identidad personal a la presión de los demás y de las circunstancias que vivimos. Ahora, por ejemplo, nos conocemos mejor y, según este autor, eso se debe en parte a la práctica general de la confesión, introducida por el catolicismo.

Nuestra identidad actual es individual

También han sido importantes los cambios en nuestra manera de definirnos: a partir del siglo XVII, la identidad es individual y deja de asociarse con el linaje familiar. Ha variado asimismo nuestra forma de relacionarnos con la sociedad: la rebeldía romántica es uno de los factores que aumentó la percepción de que es sano estar en conflicto con el mundo para mantener nuestra identidad. Por último, se está fomentando mucho la necesidad de autorrealización a partir de nuestro estilo personal desde el surgimiento del capitalismo.

Todos estos factores que cita Baumeister nos llevan a darle mucha importancia a nuestra personalidad. Si preguntas a los que te rodean, verás que todos creen tener una cierta coherencia de comportamiento y se autodefinen por rasgos de su carácter. Creemos ser testarudos o flexibles, sinceros o maquiavélicos, sociables o tímidos… Pero ¿somos así o solo es la imagen que nos gusta tener de nosotros mismos? ¿Hay rasgos de personalidad que permanecen estables a lo largo de la vida? ¿O tenía razón el ensayista francés del siglo XVI Michel de Montaigne cuando decía que “existe tanta diferencia entre nosotros y nosotros mismos como entre nosotros y los demás”?

El psicólogo austriaco Walter Mischel, recientemente fallecido, fue uno de los científicos partidarios de pensar que la personalidad es una entelequia. Sus investigaciones sobre este tema le llevaron a concluir que nuestra conducta es arbitraria, que los resultados de los test de personalidad no sirven para predecir conductas y que debemos ser cautos a la hora de etiquetar a las personas. Según Mischel, actuamos en cada circunstancia intentando conseguir nuestros objetivos. Leemos la situación, la interpretamos y decidimos qué hacer en función de nuestra percepción de lo que está ocurriendo. Repetiremos nuestros comportamientos –y parecerá que tenemos una variable de personalidad determinada– cuando lleguemos a la conclusión de que volver a hacer lo mismo nos permitirá obtener los resultados que queremos.

Pero si nuestra interpretación de las circunstancias nos dice que es mejor actuar de forma diferente, nos comportaremos de modo distinto sin ningún problema. Es una teoría que no postula rasgos permanentes de personalidad: solo parecemos consistentes en nuestra conducta porque llegamos a menudo a las mismas conclusiones en ambientes similares. Pero en cuanto cambiamos de hábitat –algo que sucede, por ejemplo, cuando mudamos de círculo de amigos, de  pareja o de país de residencia–, actuamos de forma distinta.

Las críticas actuales a los test de personalidad caminan en esa dirección. Así, el psicólogo Adam Grant, de la Universidad de Pensilvania, ha publicado recientemente investigaciones con las que quiere mostrar que el indicador de Myers-Briggs, uno de los más usados, carece de fiabilidad científica. “Las características medidas por esta prueba no tienen apenas poder predictivo acerca de si seremos felices en una situación, cómo nos desempeñaremos en nuestro trabajo o qué tal será nuestro matrimonio”, afirma este investigador.

La teoría de rasgos

El enfoque contrario, el que cree que existe una constancia en nuestras acciones que puede ser catalogada mediante test, estaría representado sobre todo por la teoría de rasgos, basada en el análisis factorial. Estos expertos dicen que hay pruebas estadísticas de que cierto tipo de actitudes se suelen dar juntas, y eso demuestra que hay una característica de personalidad que las engloba a todas.

Por ejemplo, el psicólogo británico Hans Eysenck, el más conocido defensor de esta técnica, encontró que la tendencia a sentirse mejor en el cara a cara que en grupos grandes, la necesidad de experimentar instantes de soledad cada poco tiempo, la propensión a leer o escuchar música en silencio y el mostrarse proclive a tener pocos –pero muy buenos– amigos están relacionados. A este grupo de características lo denominó introversión, uno de los rasgos de personalidad de los que hablaremos en este artículo. Su argumento no se basa en la constancia que percibimos en los demás o en nosotros mismos, sino en que hay variables de personalidad que se reflejan de forma matemática y tienen, por tanto, una base científica.

De hecho, Eysenck cree que ciertos rasgos de personalidad tienen una base genética. En el caso de los introvertidos, son personas, según sugiere, que tienen un nivel de excitación cerebral normal más alto de lo habitual. Este mayor nivel de excitación cortical provoca que su encéfalo esté activo continuamente sin apenas necesidad de estímulos exteriores y se enfoquen más hacia pensamientos y sentimientos interiores. Las imágenes obtenidas por TEP (tomógrafo por emisión de positrones) muestran que un área del lóbulo frontal incluida en la inhibición de la conducta es más activa en ellos. Y esto los lleva a ser menos espontáneos. Su  cerebro está en continua activación, y por eso regulan la entrada de los estímulos externos.

Los estudios sobre la herencia de la personalidad están de plena actualidad. Un ejemplo es la investigación que acaba de publicar un grupo internacional de científicos. Los autores –entre los que se encuentran expertos de la Universidad de Granada y Robert Cloninger, uno de los psicólogos más influyentes en este campo–aseguran haber identificado más de setecientos genes que determinan la herencia de nuestra forma de comportarnos. En el documento, publicado en la revista Molecular Psychiatry, defienden la teoría de que el peso de la herencia en los principales rasgos de nuestra personalidad oscila entre el 30% y el 60%. Hasta ahora, según estos investigadores, no había grandes avances en la detección de los mecanismos que la modelan porque los trabajos anteriores se centraban en el efecto de genes individuales. Pero esta nueva investigación utiliza técnicas de inteligencia artificial para hallar agrupaciones de genes que interactúan entre sí y con el entorno, y que intentan analizar la herencia fisiológica en toda su complejidad.

Hay posturas intermedias entre estas últimas hipótesis basadas en la  genética y las que postulan que las variables de personalidad no existen. Sin obviar la incoherencia humana, admiten que es importante conocer nuestras tendencias a comportarnos de una forma similar. Es el caso, por ejemplo, de las teorías del científico estadounidense Seymour Epstein, que aduce que nuestras propensiones existen, aunque no nos determinen con tanta rigidez. Identificarlas no sirve, como nos recordaba Mischel, para predecir todas nuestras conductas, pero sí una media. Según Epstein, un factor en contra de ese autoconocimiento son las limitaciones de los test. Como nos recordaba este psicólogo en uno de sus artículos, “el avance de la psicología como una ciencia acumulativa e integradora queda limitado no tanto por su complejidad conceptual como por la dificultad de los humanos para observarse a sí mismos con objetividad, coraje y deseo de evitar falsas ilusiones”. Uno de los problemas de los cuestionarios es que se basan en lo que nos cuenta la persona de sí misma, con todos los sesgos que esto implica. Basarse en la idea de que sabemos lo que somos, y diferenciarlo de lo que nos gustaría ser, resulta discutible.

Uno de los problemas de los cuestionarios es que se basan en lo que nos cuenta la persona de sí misma, con todos los sesgos que esto implica.

El psicólogo David Funder, por ejemplo, plantea una hipótesis que cuestionaría esta creencia. Según apunta este profesor de la Universidad de Stanford, los datos que aportarían los que nos conocen proporcionarían una información más fiable, porque nos han visto actuar en contextos diferentes miles de veces y nos observan de una manera un poco más objetiva.

Pese a todo, muchos psicólogos afirman que entender nuestras tendencias de personalidad puede ser una buena variable de salud ambiental. Nos ayuda, en primer lugar, a respetar nuestra forma de ser en las situaciones en las que nos sintamos diferentes a la mayoría de los que nos rodean. En segundo lugar, hablar de variables de personalidad como propensiones a un determinado comportamiento puede servirnos para buscar arquitecturas vitales –ambientes laborales, estilos de vida, parejas, etc.– que favorezcan nuestros mejores potenciales. Un ejemplo claro es la dimensión ‘apertura a la experiencia’, investigada por psicólogos como el estadounidense Marvin Zuckerman. Los que puntúan alto en esta categoría tienen una continua necesidad de explorar nuevos mundos, ya que les resulta tediosa la rutina; y etiquetarse como abierto a la experiencia ayudará a intentar evitar el hastío. Como nos recuerda Zuckerman, en nuestras primeras décadas esos nuevos mundos llegan solos –infancia, juventud, elección de vocación, primera pareja, primer trabajo…–, pero en la madurez hay que buscar proactivamente las nuevas experiencias.

Con ese objetivo de conocer nuestras tendencias de personalidad, vamos a desgranar descubrimientos científicos acerca de algunas de las variables más usadas en su estudio.

Impulsividad vs. Reflexividad

Es una de las variables de personalidad que, con uno u otro nombre, aparecen en casi todos los test. Las personas más proclives a ser impulsivas tienen tendencia a priorizar la acción sobre el pensamiento, son resolutivas en la toma de decisiones y derrochan mucha fuerza vital. Hablan, en muchas ocasiones, antes de pensar lo que van a decir y pueden actuar sin reflexionar sobre las consecuencias de sus actos. La impredecibilidad suele ser su mayor ventaja, porque las hace sobresalir del resto.

Al otro lado estarían los individuos reflexivos. Tienden a pensar mucho lo que van a decir y a valorar los pros y contras antes de actuar. Gracias a eso, generan mucha confianza en quienes los rodean. Además, al crear hábitos de vida y costumbres en las que se sienten cómodos, mantienen las decisiones durante bastante tiempo.

Igual que ocurre con otras etiquetas de personalidad, los defensores de que se trata de un rasgo permanente afirman que existen bases biológicas para estas predilecciones vitales. Las causas de esta mayor o menor propensión al autodominio parecen residir, en gran parte, en cuestiones neurológicas. El correlato fisiológico más citado es la cantidad de conexiones entre la amígdala –el lugar donde nace la necesidad de seguridad– y el córtex cerebral –parte del cerebro de la que surge la toma de decisiones–. Quienes poseen zonas muy interconectadas suelen pensarse mucho lo que hacen, ya que la amígdala ejerce una gran autoridad sobre sus actos. Por el contrario, las personas con pocas conexiones amígdala-córtex tienden a ignorar las precauciones y a actuar con más espontaneidad.

Pero esa no es la única base neurológica citada. El neurocientífico Hugh Garavan, del Trinity College de Dublín, sostiene la hipótesis de que hay correlación entre esa variable de personalidad y el desarrollo de las áreas del cerebro –fundamentalmente el lóbulo frontal y la región derecha– que afectan a la memoria. Esto explicaría que ser reflexivo tiene que ver con acordarse de lo que sucedió en otras situaciones similares. Reprimir o no un ataque de ira depende de la memoria: nos autocontrolamos porque recordamos que nos fue mal expresándolo o somos espontáneos porque nos olvidamos de las consecuencias negativas.

Según Garavan, una muestra de las bases biológicas de esta variable de personalidad es la conducta adolescente. En esa época, todos somos más impulsivos. Y eso coincide con que el lóbulo frontal es la última parte del encéfalo que madura: no termina su completa formación hasta los veinte años. A la vez, este es un ejemplo de variable de comportamiento en la que la investigación ha encontrado efectos de la influencia del ambiente. La psicología transcultural, que estudia la influencia del tipo de sociedad en la que hemos crecido en nuestra forma de ser, ha aportado varios descubrimientos. Los psicólogos Hazel Rose Markus, de la Universidad de Stanford, y Shinobu Kitayama, de la Universidad de Kyoto, desarrollaron hace unos años una investigación que muestra que las culturas alientan o desaconsejan la desinhibición. En sociedades como la japonesa, se enseña desde pequeños a sus miembros a autocontrolar los impulsos. La vehemencia tiene un alto precio, y la presión social lleva a los habitantes a aprender a ser más reflexivos. Por el contrario, otras culturas –como las magrebíes– resultan mucho más espontáneas: se sospecha del que es excesivamente cerebral y los miembros de estas sociedades acaban desarrollando una mayor impulsividad.

Neuroticismo vs Estabilidad emocional

Esta es otra de las variables de personalidad que han aparecido en muchas clasificaciones de los seres humanos. En general, se ha definido el neuroticismo como la tendencia a enfadarse a menudo, falta de tolerancia a la frustración y dificultad para sobrellevar las decepciones causadas por otras personas o por las circunstancias vitales. Los que están en ese extremo se niegan a resignarse a que la vida no sea como a ellos les gustaría. En el otro extremo estarían los estables: son menos rígidos y aceptan mejor las circunstancias que se salen de lo planificado. Se adaptan mejor a los vaivenes de la vida, tienen mejor humor y parecen tranquilos en medio de circunstancias muy diferentes. De nuevo, los autores que más creen en esta variable como rasgo fijo de personalidad encuentran una base biológica.

Eysenck postula que los neuróticos tienen umbrales bajos de excitación del sistema nervioso simpático –este se activa ante cualquier mínimo inconveniente vital–, y eso les provoca un aumento del ritmo cardiaco y la presión sanguínea, mayor tensión muscular, sudoración… y la necesidad de poner orden y eliminar el estímulo que los ha descentrado. El problema con esta variable es que uno de los polos parece tener demasiadas connotaciones negativas.

En todos los cuestionarios se asocia el neuroticismo a la adherencia a la norma, a la falta de tolerancia a la incertidumbre… Y, a partir de ahí, se asocia puntuar alto en este extremo de la escala con muchos problemas de salud mental. El psicólogo David Watson, profesor de la Universidad de Notre Dame, ha recopilado investigaciones que ligan el neuroticismo con dolencias como los trastornos de ansiedad, la depresión, el abuso de sustancias, los problemas de alimentación y la esquizofrenia.

La angustia que produce es tan alta que Watson mantiene la hipótesis de que esta variable, el trastorno de  ansiedad generalizada y la depresión mayor son genéticamente indistinguibles. Y postula que, más que un factor de personalidad, lo que se ha estado midiendo es la vulnerabilidad a la angustia subjetiva y la emocionalidad negativa.

Introversión versus extroversión

¿Necesitas aislarte a menudo para no tener el sentimiento de desamparo en la multitud o sueles preferir la compañía de los demás? ¿Qué nivel de estimulación prefieres: te sientes bien en ambientes con música alta y mucha gente o eliges casi siempre el silencio y las charlas de tú a tú? Son el tipo de preguntas que definen este patrón de personalidad. Las personas introvertidas están más cómodas en ambientes con un grado bajo de activación externa. Dosifican los estímulos: buscan continuamente espacios de intimidad y montan la vida en torno a su necesidad de aislamiento puntual. Por la misma razón, son más selectivos en sus relaciones y no se abren fácilmente a los demás. Un fenómeno habitual en ellos es que suelen disfrutar más cuando recuerdan los buenos momentos en compañía que cuando los están viviendo. Son más proclives a la lectura o a escuchar música sin necesidad de bailarla…

A los extrovertidos, por el contrario, les gusta estar con muchas personas, participar en conversaciones continuas y tener gran cantidad de estímulos a su alrededor. Pueden estar solos si es necesario o si se sienten aturdidos por la situación, pero, incluso en esos momentos, su corriente mental se canaliza hacia fuera: suelen poner música, encender la radio o la televisión para mantenerla como sonido de fondo o atender continuamente mensajes en su teléfono. Tienen más propensión a contar sus intimidades a todo el mundo y suelen ser más espontáneos a la hora de manifestar sus emociones. También es habitual que tengan más parejas a lo largo de su vida.

La diferencia entre unos y otros es una de las divisiones más clásicas en psicología. Aparece en todas las teorías de la personalidad, desde la de Eysenck a la de los cinco grandes –patrón de estudio que examina la apertura a las nuevas experiencias, la responsabilidad, la extroversión, la amabilidad y el neuroticismo–, y se mide con los test más populares (MMPI, Myers-Briggs, 16PF, etc.). Últimamente se habla mucho de estas dos formas de comportamiento gracias a lo que se ha dado en llamar la Quiet Revolution. La profesora de la Universidad de Florida Jenn Granneman, una de sus promotoras, nos recuerda en su libro The Secret Lives of Introverts que muchas de las actitudes asociadas a la introversión son perfectamente adaptativas. No proporcionar información sobre aspectos negativos de uno mismo, concentrarse en silencio y profundizar en las relaciones nutritivas en vez de dispersarse dedicando el tiempo a cualquiera o ser ajenos a la presión de grupo son actitudes que rinden buenos frutos en muchas situaciones vitales. otra de las científicas que participan en este “movimiento de los callados”, la psicóloga estadounidense Susan Cain, habla en sus libros y conferencias de la necesidad de reivindicar a los más silenciosos. Según la autora de El poder de los introvertidos, vivimos desde hace décadas en un mundo que fomenta la extroversión como el polo sano de esta variable de personalidad.

La apología de la juventud y la primacía de las habilidades sociales sobre la eficacia –parece más importante vender nuestras habilidades que tenerlas– han llevado al imaginario colectivo a asumir que no es bueno ser introvertido. Los consejos de los orientadores sociales –como profesores, coaches y pedagogos– se encaminan en las últimas décadas a que los sujetos manifiesten continuamente sus sentimientos, aprendan a trabajar con todo tipo de individuos sin elegir a sus compañeros y sean capaces de hablar de cualquier tema con cualquier persona. Por eso científicas como ellas analizan cuáles son las ventajas vitales de uno y otro extremo para equilibrar la balanza.