Los virus que nos salvan la vida

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La epidemióloga estadounidense Steffanie Strathdee y su pareja, Tom Patterson, pasaron unos días viajando por Egipto a finales de 2015. No les disuadió de hacerlo que, el 31 de octubre de ese mismo año, terroristas islámicos hubieran derribado con una bomba camuflada entre el equipaje un avión repleto de turistas rusos, cuando este sobrevolaba el Sinaí de regreso a San Petersburgo desde Sharm el Sheij, concurrido enclave egipcio en la costa del mar Rojo. Murieron sus 224 ocupantes. La tentación de disfrutar casi en solitario de las pirámides, necrópolis y ruinas milenarias les resultó demasiado tentadora.

Patterson es un sociobiólogo evolutivo de la Universidad de California en San Diego (EE. UU.). Alto y decidido, le apasiona la antigua cultura egipcia. En Dashur no dudó en deslizarse por los túneles de la gran pirámide roja –una de las mayores del país–, que acababa de abrir sus puertas y apenas tenía visitantes. Un soldado armado con un AK-47 le comentó, medio en broma medio en serio, que se abstuviera de respirar los gases venenosos encerrados allí durante 4600 años. Luego, un corto trayecto en coche llevó al matrimonio hasta Saqqara. Entrada la tarde, Steffanie notó que a su marido le pasaba algo: parecía agotado. Pero al día siguiente, tras un buen descanso, se recuperó. Fueron a Luxor en un desértico crucero pensado para 150 personas. Aquella noche cenaron con un buen vino mientras surcaban las aguas del Nilo.

Horas después, Patterson empezó a sentirse muy mal. Vomitaba sin parar. Pensaron que se trataba de una intoxicación alimentaria. Un dolor lacerante le castigaba la espalda. Pese al suero y los antibióticos, entró en caída libre a las pocas horas. Fue trasladado a una clínica local en Luxor, con el vientre muy hinchado, y luego evacuado hasta Fráncfort (Alemania), donde los doctores detectaron que tenía en la vesícula una piedra rellena de un fluido marrón: el análisis de este les deparó un diagnóstico nada halagüeño.

El científico estadounidense había sido atacado por la temible bacteria Acinetobacter baumannii, resistente a casi todos los antibióticos conocidos. “Sabemos que Tom ya tenía esa piedra antes de ir a Egipto –nos dice Strathdee por videoconferencia desde su despacho en la Universidad de California en San Diego–. El agente patógeno que lo afectó está muy presente en hospitales. No sabemos si lo contrajo en la clínica egipcia donde lo atendieron, que estaba muy limpia, pese a faltarle recursos. Además, los doctores eran muy profesionales. O pudo ser en cualquier sitio”. Tuvo que ocurrir en Egipto y no antes, explica, porque después supieron que la variante genética de esa bacteria en concreto solo se daba allí.

Fracasaron todos los tratamientos, y el enfermo fue trasladado desde Alemania a San Diego. La bacteria lanzó masivas oleadas de toxinas que invadieron sus órganos y colapsaron sus pulmones. Strathdee pensó incluso en desconectarlo del respirador que lo mantenía vivo. Pero Patterson fue siempre un tipo duro. A sabiendas de que quizá podría escucharle, su mujer le susurró que le apretase la mano si deseaba seguir luchando. Recibió un fuerte apretón como respuesta, y se lanzó a rastrear la literatura científica en busca de un remedio. Lo halló en un artículo que había pasado desapercibido dos años antes, publicado en la revista Trends in Microbiology por la investigadora española Meritxell García-Quintanilla y su colega Michael McConnell. El texto explicaba cómo atacar al letal microbio con un arma efectiva: un bacteriófago o fago, es decir, un virus que infecta y aniquila bacterias.

En estos tiempos de pandemia, pensar en los virus como salvavidas resulta algo chocante, al menos para los profanos en biología y medicina. Estos microorganismos son la expresión más simple de la vida, hasta el punto de que los científicos dudan si se los puede considerar seres vivos. Consisten en una serie de instrucciones escritas en ADN o ARN, encapsuladas en una capa protectora de proteínas. Necesitan infectar células o bacterias para depositar en ellas su material genético, y que estas lo tomen por propio y lo repliquen, lo que las mata o las daña. Si no lo logran, se extinguen en horas o pocos días. Son increíblemente pequeños y numerosos: en el organismo humano hay unos 370 billones, diez veces más que bacterias. Es imposible contarlos con exactitud, nos explica por teléfono David Price, profesor de Patología de la Universidad de California en San Diego: “Lo que hacen los científicos es estimar el número de bacterias en el cuerpo, y aunque no todo el mundo está de acuerdo, se acepta que por cada una de ellas hay unos diez virus”. Así que mírese manos y pies. Pálpese el abdomen. Explore su boca y dientes. Todos somos un saco de virus y bacterias.

Nuestro cuerpo es un campo de batalla en el que billones y billones de virus infectan células, y especialmente bacterias, que a su vez desarrollan mecanismos defensivos sin cesar. A veces, la información genética introducida por los virus en las bacterias acaba integrándose en el genoma de estas, que de esta forma transmiten a sus descendientes resistencias contra el invasor. Es un enfrentamiento que se viene repitiendo en nosotros desde que éramos unos homininos que sobrevivían a duras penas en las sabanas africanas. Los virus y las bacterias son los dos grandes adversarios del mundo biológico. Nuestro cuerpo es solo un territorio más para esa pugna que sigue desarrollándose incluso cuando estamos ya muertos y enterrados. Pero la lucha también está fuera. En todas partes, en todos los organismos, plantas o animales. Como consecuencia, las bacterias que han sobrevivido a esta batalla de millones y millones de años están infectadas por los virus. “No solemos pensar en esto porque se trata de un fenómeno microscópico, que no vemos –indica Price–, pero no se detiene nunca y es omnipresente”.

¿Qué somos, desde este peculiar punto de vista? “Un saco de nutrientes –responde Price–. Comemos tres veces al día, y a las bacterias eso les encanta. Solo tienen que esperar a que nos alimentemos y les proporcionemos todo lo que necesitan. Esto implica también a los virus. Los fagos, por ejemplo, buscan bacterias que cazar. Donde haya una, habrá una legión de virus dispuestos a infectarla”. No hay un ganador claro. Ni lo habrá. Surgirán bacterias resistentes a los virus, pero estos evolucionarán para derrotarlas. Y así una y otra vez, en un ciclo que probablemente empezó casi a la vez que la vida, ya que las bacterias y los virus fueron los primeros microorganismos que aparecieron en la Tierra. No se sabe cuál lo hizo primero. Puede que los ciclos de infecciones, ataques y defensas empezaran hace 3700 millones de años. Y en uno de esos ciclos, Tom Patterson, que parecía condenado a morir por culpa de una infección incurable, encontró una oportunidad para sobrevivir.

Steffanie Strathdee ha publicado más de seiscientos trabajos en revistas científicas. Sus investigaciones se han centrado en prevenir el impacto de un viejo y temible conocido –el VIH– en las poblaciones marginales del tercer mundo. Ahora codirige el Centro de Aplicaciones y Terapias Innovadoras con Fagos, de la Universidad de California en San Diego. Toda su labor como epidemióloga ha consistido en buscar estrategias antivíricas, pero no podía imaginar que una estirpe de virus, los fagos o bacteriófagos, salvaría un día la vida de su marido, una experiencia que la pareja narró en The Perfect Predator (El depredador perfecto), un libro publicado en 2019 que escribieron con la ayuda de la periodista Teresa H. Barker. En sus páginas, la científica confesó: “Mi especialidad es la epidemiología infecciosa, pero lo cierto es que estaba casi ciega en lo que se refiere a las superbacterias, una amenaza de la que creo que no es consciente el ciudadano corriente”.

Recuerda la desesperación que la atenazaba cuando encontró en internet el artículo que proponía el uso de ciertos fagos contra algunas superbacterias. “Escribí a los investigadores y les di las gracias”, nos comenta. Lo que sucedió a continuación mostró la mejor cara de la Red. “La historia de Tom se volvió viral, sin internet habría sido imposible”. Varios laboratorios –entre ellos los de investigación médica de la Marina estadounidense– se movilizaron para cultivar y filtrar fagos específicos contra la cepa de Acinetobacter baumannii extraída de las muestras de Tom. Se obtuvo un permiso especial de la Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos para crear un tratamiento paliativo. Y se elaboró un cóctel de fagos que se administró a Patterson por vía intravenosa.

Como muchos otros virus, los bacteriófagos parecen máquinas. Los hay con o sin cola, algunos son largos filamentos y otros redondos. Todos tienen su material genético –ADN o ARN– protegido por una cubierta o cápside de proteínas. Una inyección introduce en el organismo centenares de millones de ellos. Como cazabombarderos ciegos, recorren el torrente sanguíneo, pero en cuanto se topan con bacterias, se anclan a sus paredes. Entonces se transforman en una suerte de microscópicas jeringuillas. Inyectan en el genoma del microbio instrucciones para fabricar más fagos, y al final la bacteria estalla, liberando una legión de descendientes víricos.

“Para el marido de Steffanie se usaron nueve tipos de fagos, en diversas combinaciones”, nos explica la bióloga Meritxell García-Quintanilla, del Departamento de Microbiología Clínica del Instituto de Investigación Sanitaria de la Fundación Jiménez Díaz, en Madrid. En las treinta y seis horas posteriores al tratamiento, Tom siguió en coma, entubado y con respirador, pero su deterioro se detuvo. Durante los dos días siguientes se le suministraron más cócteles víricos, y salió del coma: incluso pudo hablar. A los cuatro días se añadieron los antibióticos. En las tres semanas siguientes recibió más fagos, y su estado general mejoró. Los daños renales comenzaron a remitir. Estuvo dos meses más con terapia de virus. 245 días después de empezarla, recibió el alta y volvió al trabajo.

Acinetobacter baumannii figura entre las peores bacterias superresistentes. “Suele vivir en el suelo, y soporta condiciones muy difíciles”, precisa García-Quintanilla. En un mundo contaminado por los antibióticos, este agente patógeno se ha hecho inmune a la mayoría de ellos, incluido la colistina, uno de los más potentes. Pero también le gustan los hospitales, en cuyas habitaciones prospera, aferrándose a las superficies plásticas mediante una serie de dedos o proyecciones de su organismo. “Si te infecta, puede matarte”, nos dice la bióloga. Las defensas de la mayoría de las personas la derrotan, pero en el caso de los pacientes hospitalizados en unidades de cuidados intensivos, que suelen contar con un sistema inmune deprimido, la bacteria –que se contagia sobre todo por mala higiene del personal sanitario– puede ser letal. El artículo de García-Quintanilla especificaba que los fagos de su experimento curaban una infección de Acinetobacter en ratones. La investigadora cree que, tras leerlo, “Strathdee empezó a tirar del hilo y a pedir los fagos específicos a otros laboratorios que los tenían. Gracias a eso salvó a su marido”.

El caso de Tom cambió carrera de la investigadora española, que ahora tiene su propio grupo de investigación de terapia de fagos, muy prometedor, dado que la lista de bacterias resistentes no deja de crecer. Acinetobacter baumannii es solo una de ellas. Pseudomonas aeruginosa medra en lugares húmedos y ataca ojos, pulmones, conductos urinarios, piel y sangre; Neisseria gonorrhoeae se contagia por las relaciones sexuales, y hay cepas superresistentes; existen estirpes muy virulentas de Salmonella y Escherichia coli, y de Mycobacterium, que provoca una tuberculosis muy difícil de curar. El uso masivo de antibióticos, especialmente en la ganadería, ha agravado el problema. La presencia de estos medicamentos en las aguas residuales y en la naturaleza supone otra fuente de contaminación. Y las bacterias se hacen a ellos. Hemos creado una escuela perfecta para que estos microorganismos, dotados de una asombrosa capacidad reproductiva, desarrollen resistencias. Algunos investigadores vaticinan un apocalipsis de los antibióticos en las próximas décadas. La OMS estima que en 2050 las superbacterias matarán en el mundo a diez millones de personas al año, más que el cáncer.

El centro que dirige Steffanie Strathdee junto al médico Robert Schooley podría ser la primera línea de defensa. En cualquier caso, la terapia con fagos se sigue considerando un último recurso, y la idea de curar con virus a pacientes desahuciados sigue extrañando a muchos. Pero hay que insistir. “Fundamos este centro en el verano de 2018, hace menos de tres años –dice Strathdee–. Estamos tratando a doce personas en Estados Unidos, pero atendemos peticiones de pacientes del Reino Unido, Israel, Alemania, Brasil… Hay muchos supervivientes de la covid-19 que acaban siendo infectados por superbacterias. De hecho, estamos comprobando que el coronavirus empeora este problema”.