Las consecuencias del populismo en la reforma judicial PARTE II de II 

Vigilia. Entre lo público, la razón y el juicio

Miguel Ángel Juárez Frías

juarezfrias@gmail.com

Retomando la reflexión iniciada hace un par de días, donde abordamos de forma sencilla el Estado de Derecho, el Poder Judicial y la jurisdicción, hoy quiero centrarme en lo que representa el juez, desde una mirada personal.

Hay quienes creen que someter a votación a los jueces fortalece la democracia. Yo sostengo lo contrario: cuando el juez debe hacer campaña, deja de ser juez. Y cuando la toga se cambia por la camiseta electoral, ya no hay justicia, solo propaganda. Esta es mi advertencia, pero también mi llamado a defender lo que aún podemos salvar.

El juez no es un funcionario más. Es el intérprete y ejecutor último del principio de legalidad, el garante del equilibrio entre poder y derecho. Su naturaleza jurídica le exige especialización; su dimensión política, independencia frente a los demás poderes; y su dimensión ética, una conducta ejemplar.

Parafraseando a Piero Calamandrei en su ‘Elogio de los Jueces’, el juez debe ser, ante todo: libre, frente a los poderes y las conveniencias; sabio no solo en la ley, sino en la comprensión de la vida; humilde, consciente de los límites de su oficio; y, valiente, para resistir las presiones y defender la justicia incluso contra el mundo entero. 

Su legitimidad no se basa en la aprobación ciudadana, sino en su fidelidad a la ley y a la justicia. El juez que busca el aplauso, pierde la imparcialidad. El que promete justicia futura, traiciona la que debe impartir hoy y podría impartir mañana.

La función jurisdiccional que ejerce el juez, está regida por principios como la independencia, la imparcialidad, la legalidad, la objetividad, la transparencia y la motivación de sus resoluciones. Estos principios no son decorativos ni aspiracionales: son mandatos constitucionales y convencionales. De ahí que someter a votación su nombramiento y su permanencia no fortalece la democracia: la compromete.

Ahora bien, el populismo es una lógica política que divide al mundo entre un “pueblo puro” y una “élite corrupta”, presentando a un líder o movimiento como el único intérprete legítimo de la voluntad popular. Esta visión polarizante desprecia las instituciones, los procedimientos y la técnica, al considerarlos obstáculos para el “verdadero cambio”.

Como explica Jan-Werner Müller en ¿Qué es el populismo?, el populismo es “antipluralista por definición, pues niega la legitimidad de cualquier voz que no se asuma como representante del pueblo auténtico”. Es decir, elimina matices, destruye equilibrios y desacredita contrapesos.

Cuando esta lógica se aplica a la justicia, nace el populismo judicial: el fenómeno mediante el cual se espera que los jueces actúen no conforme a la ley, sino conforme al aplauso; que se conviertan en candidatos, en promotores, en gestores de causas que después deberán juzgar.

En este marco, la reforma para elegir a jueces por voto popular rompe con los principios de independencia, imparcialidad, objetividad. 

Al someter la función judicial al mercado electoral, el juez deja de ser árbitro para convertirse en actor político. Y cuando eso ocurre, se pervierte la sustancia misma del Estado de Derecho.

Alejandro Nieto lo advirtió con claridad: “la pérdida de la dignidad judicial es el primer paso hacia la disolución del Estado de Derecho”. Un juez que debe su encargo a compromisos de campaña, ya no puede juzgar con libertad. Convertir a los jueces en candidatos es desvirtuar su función y traicionar su vocación. Es también una renuncia al ideal republicano de que el poder debe ser controlado por instituciones, no por simpatías temporales. 

La toga representa la dignidad de juzgar con honestidad. Salir a la calle a pedir el voto no la honra: la mancha. Y cuando la justicia se contamina de política, los inocentes dejan de tener a quién acudir, y el poder gana una trinchera más para imponer su voluntad sin límites.

La justicia, ese concepto abstracto y aburrido para algunos, está siendo sustituida por la popularidad, el aplauso fácil y la obediencia electoral. Y si seguimos así, muy pronto, los tribunales dejarán de ser templos del derecho para convertirse en sets de campaña.

Finalizo reafirmando lo que dije hace unos días en una entrevista: Cuando la justicia se contamina de la política, pierde la ley, pierde el pueblo, pierde el país; gana el miedo y desaparece la confianza en la ley, en la justicia, en la libertad. 

Dios nos agarre confesados.

Nos leemos en la siguiente.