Vigilia. Entre lo público, la razón y el juicio
Miguel Ángel Juárez Frías
Aguascalientes, Ags.- Desde hace tiempo observo las nuevas formas en que se ejerce el poder público. Cada gobernante, partido o grupo tiene su estilo particular para encaminar las responsabilidades que le han sido encomendadas. Estos sellos, con el paso del tiempo, permiten revelar realidades que aportan a los aprendizajes, lo bueno y lo malo.
En el caso del Poder Legislativo, observamos legisladores atentos no al programa de gobierno que los llevó al poder, ni a los principios y postulados del partido que lo postuló, ya ni tocar el hecho que lo menos importante para estos es el electorado.
Por eso vemos que llegan al proceso legislativo iniciativas, disfrazadas de reformas democráticas, que están poniendo en riesgo los pilares del Estado. En esta ocasión, abordaremos una de ellas: la que transforma radicalmente nuestro sistema de justicia.
En esta primera entrega, quiero compartir una reflexión provocada por un relato ficticio, pero profundamente real en su simbolismo: una jueza que debe hacer campaña para conservar su cargo.
Lo que al principio parecía solo una narrativa, terminó por encender alertas y confirmar los riesgos del populismo judicial. Escribo estas líneas con la convicción de que la justicia no puede convertirse en espectáculo. Y que los jueces, cuando piden el voto, pierden mucho más que su toga.
Soy parte de un chat de WhatsApp con una pluralidad de participantes que permite tener una visión heterogénea de nuestra sociedad. En este, hace unos días, se compartió una pieza narrativa que me cimbró.
No era una nota periodística ni un ensayo académico: era la historia ficcionada de una jueza, Erika Ramos, que tras años de servir con integridad en el anonimato judicial, debía ahora salir a pedir el voto para conservar su cargo. TikTok, Facebook, Instagram, LinkedIn, camisetas, promesas vecinales, sonrisas forzadas en zonas de riesgo… y por supuesto, el acto simbólico y doloroso: guardar su toga en una caja, sabiendo que ya no era juzgadora, sino rehén de un sistema que decía representar.
Más allá de la anécdota, ese texto me reflejó la crudeza de la distorsión institucional y ética que implica convertir al juez en candidato. Y fue precisamente ese impacto el que motivó estas líneas: una reflexión sobre los efectos del populismo en la justicia, la función jurisdiccional, y el Estado de Derecho.
El Estado de Derecho es mucho más que una fórmula jurídica: es la arquitectura institucional que limita el poder, garantiza libertades y asegura la resolución pacífica de los conflictos. Supone que todos los actos del poder público estén sometidos a la ley, que exista control constitucional y que se respeten los derechos fundamentales de cada persona.
Como escribió Norberto Bobbio, el Estado de Derecho no se define solo por la existencia de leyes, sino por la forma en que se ejerce el poder, bajo normas conocidas, previsibles y aplicadas por jueces independientes. Sin esa estructura, no hay justicia posible, solo voluntad del más fuerte.
El Poder Judicial no es un actor decorativo ni un contrapeso simbólico, es ese pilar fundamental del constitucionalismo, del hoy tan mancillado principio de “división de poderes”. El Poder Judicial es el garante último del Estado de Derecho, de la constitucionalidad y la legalidad. En su papel reside la función de controlar los excesos de los otros poderes y de asegurar que cada ciudadano, sin importar su fuerza, fama, fortuna, familiaridad o colorimetría partidista, tenga acceso a una resolución justa, conforme a derecho.
La legitimidad del Poder Judicial no se construye en la plaza pública, sino en la sala de audiencias. Su autoridad no emana del número de votos, sino de la fuerza de sus resoluciones bien fundadas y motivadas. Por ello, su independencia y especialización son condiciones sine qua non de su existencia institucional.
Aristóteles apuntaba que “La justicia es la virtud perfecta, en el sentido más pleno, porque es la práctica de la virtud en relación con los demás”. No hay sociedad libre ni orden político legítimo sin justicia. La justicia no se mide por el contento de las mayorías, sino por la protección de los derechos de cualquier justiciable, en especial de las minorías, de los vulnerables, de los invisibles.
La justicia no busca popularidad, busca verdad y equidad. Y esa búsqueda exige una operación institucional, no emocional. No se trata de agradar al público, sino de sujetarse a la ley, aun cuando esta sea impopular.
La palabra jurisdicción proviene del latín iuris dictio, “decir el derecho”. Es la potestad exclusiva del Estado para resolver de forma definitiva los conflictos, conforme a normas generales y abstractas. Como recuerda Ricardo Lorenzetti, al dictar sentencia, el juez ejerce el acto supremo de soberanía del Estado.
No se trata de una opinión, de un consejo o de una sugerencia. Se trata de un acto de poder público que obliga y transforma realidades. Por eso, la jurisdicción debe estar alejada de intereses personales, pasiones colectivas o influencias externas, sobre todo, alejada de toda sumisión, en particular frente al poder Ejecutivo, a poderes económicos o sectores políticos.
Pero esto, apenas es el preludio. Lo verdaderamente preocupante está en las consecuencias que derivan de esta distorsión: cuando el juez abandona su imparcialidad por un mitin, y la justicia se pone al servicio de la popularidad, ya no hablamos de reformas: hablamos de regresiones. En la próxima entrega abordaré con mayor profundidad lo que representa esta amenaza al Estado de Derecho, y por qué la toga no debe convertirse en pancarta electoral.
Nos leemos en la siguiente.