El verdadero adversario y la oportunidad histórica de ejercer el Poder

Vigilia. Entre lo público, la razón y el juicio

Miguel Ángel Juárez Frías

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La reciente decisión de Estados Unidos de incluir a México en su lista de “adversarios extranjeros” no debe abordarse solo como una afrenta diplomática ni como un episodio de tensión política para seguir hablándole a la base electoral republicana. No es tampoco uno de esos abruptos mediáticos a los que nos tiene acostumbrados Donald Trump.

Pero tampoco, desde México, se puede seguir en el juego de responder con frases altisonantes, como si la diplomacia estratégica se fraguara en mítines con aprobaciones a mano alzada. No, ese no debiera ser el camino: ni del otro lado del río, ni en esta tierra hermosa de suelo mexicano.

Más allá del discurso, lo que esta clasificación exhibe es una verdad incómoda: el desmantelamiento institucional, político y democrático al que hemos sometido al país en los últimos años.

Soy de los que no acepta, y me incomoda profundamente, ver a quienes celebran que le vaya mal a México. Me entristece observar a compatriotas ufanarse con noticias que exhiben el debilitamiento de nuestro país en el plano internacional.

Lo considero así porque cada retroceso, cada señalamiento de debilidad, cada sanción externa es una herida al pueblo, no al gobierno.

Desde siempre he sostenido que la crítica que construye, la que erige, la que fortalece, es necesaria y obligada para mejorar. También, desde el rol que el ejercicio político me ha otorgado, he señalado con puntualidad los errores del poder, no para aplaudir su caída, sino para exigir su corrección. Porque cada error de quienes gobiernan es en demérito de la sociedad.

Por eso, abordar el tema de la política internacional debe hacerse desde la óptica de la autocrítica, sin celebraciones ni enconos, sin triunfalismos ni victimismos.

Hoy, en México nos enfrentamos no a la amenaza de un país vecino, sino al juicio de su propio deterioro. El tema de fondo es que en nuestro país el Estado de Derecho ha sido diluido. 

La delincuencia organizada ha dejado de ser un problema de seguridad para convertirse en una estructura de poder paralela, con capacidad para decidir elecciones, financiar campañas y proteger a sus operadores desde el aparato público. Los indicios comentados en estos días, Vector – CIBanco, son vestigios que ya eran conocidos en México.

La erosión institucional no comenzó con un decreto, ni con una elección, ni con la declaración de la Secretaria de Seguridad del país vecino que nos ubica como “adversarios”. Comenzó cuando se normalizó la violencia, se desmantelaron los órganos autónomos, se debilitó la justicia y se permitió que la impunidad se volviera sistema. No se trata de un tema de color partidario: la responsabilidad es compartida.

En tan solo unos años, le hemos arrebatado a millones de personas su derecho más básico: vivir en paz.

El Estado, que existe para proteger, ha dejado de ser garante, para volverse, muchas veces, espectador.

Es cierto: Estados Unidos ha sido históricamente intervencionista, selectivo y a veces hipócrita. Pero también es cierto que el vacío institucional lo hemos generado nosotros. Hoy, ese vacío tiene consecuencias internacionales.

No se trata de agradar, ni de humillarse, ni mucho menos de arrodillarse ante Washington. Se trata de que el Estado mexicano se levante ante sí mismo, que se dignifique ante su propio pueblo.

México está en deuda con sus instituciones, con su ciudadanía y con su historia.
Y esa deuda no se salda con declaraciones en la mañanera; ni con gobernadores mercadólogos; ni con excusas, ni con frases heredadas del pasado.
Se salda con decisiones.

Hoy, la presidenta Claudia Sheinbaum enfrenta su primer gran momento de definición histórica. Y no tiene mucho margen.

Si decide enfrentar al narcogobierno, deberá deslindarse de quienes lo permitieron, quienes no lo combatieron, quienes se excusaron, incluso si eso significa romper con el antecesor que la formó políticamente y con la camarilla que aún la tienen atrapada y queriendo sostener las riendas del país.

No puede combatir la corrupción sin señalar a gobernadores y alcaldes de su propio partido involucrados en redes criminales, porque los hechos y las evidencias son claras, como tampoco puede ser omisa ante la criminalidad de quienes gobiernan bajo otras banderas.
Pero como lo dejó escrito Baltasar Gracián: “el buen juez por su casa empieza.”

Si decide no hacerlo, será cómplice.

La presidenta o da el manotazo que la confirme como Jefa de Estado y Jefa de Gobierno, o se mantiene en la sombra del manto político que la vio nacer, pero que también le transfiere la sombra corrosiva de la corrupción, la impunidad y la complicidad criminal de este último sexenio.

Ya no hay espacio para la ambigüedad ni para “los otros datos”.
O se reconstruye el Estado, o se termina por perderlo.
Y eso le corresponde a la titular del Ejecutivo.

El discurso de independencia frente a potencias extranjeras pierde toda legitimidad cuando el enemigo ya se infiltró en casa y toma decisiones desde dentro.
No hay soberanía real cuando las instituciones están colonizadas por intereses criminales o criminalidad partidista.

Lo más importante, no hay patria posible cuando se pierde la capacidad de impartir justicia, de frenar la corrupción o de garantizar la libertad y la seguridad de los mexicanos.

Levantar la voz frente a Estados Unidos solo es creíble si primero se levanta la ley dentro del territorio nacional.
Ese es el reto que se ve imposible, cuando estamos a horas de que el oficialismo volvió a dar otro golpe a los pilares democráticos de este país: la libertad y la privacidad.

El juicio del exterior es severo. El juicio de la historia lo será aún más.
Pero hay uno más inmediato, ineludible y necesario: el juicio de la ciudadanía, sí, esa que calla pero cuando se manifiesta es lapidaria. Porque el poder se ejerce desde arriba, pero la dignidad se sostiene desde abajo.
Si el Estado no responde, la sociedad no puede callar. Por eso es insostenible el silencio.

Nos leemos la siguiente.