“El Cártel de los Ampareros”

Excélsior / María Amparo Casar

Primero fue el presidente López Obrador, que en su “informe” del 1º de julio acusó de sabotaje legal a quienes interpusimos una serie de amparos para frenar una obra que nos parece inviable y un desperdicio de recursos —Santa Lucía— y para preservar otra que, con los necesarios ajustes, podría significar un buen proyecto para el país, Texcoco.

Ahora es el secretario de Turismo, Miguel Torruco, quien, en su cuenta de Twitter, @TorrucoTurismo, escribe: “La 4T no será vencida por el nuevo <<Cártel de los Ampareros>>, aquellos hombres de negro pasarán a la historia de México como el clan que se resistía a lograr la justicia y el Estado de derecho”.

Hasta donde entiendo, en las democracias, el concepto de ciudadanía se refiere al conjunto de personas que están legalmente reconocidas como integrantes de un Estado y que tienen obligaciones, poseen derechos y los medios para hacerlos valer. Desgraciadamente, al igual que el ingreso, el acceso a la justicia está muy mal repartido en México. Es por eso que somos una democracia de medio pelo con ciudadanos, también, de medio pelo.

Crear ciudadanía significa muchas cosas, entre otras, aprender que los derechos se pueden hacer valer. Nuestra democracia es pobre porque tenemos muchos derechos y pocos, muy pocos, tienen los medios para hacerlos exigibles.

Parte del proceso de democratización es precisamente que todos los ciudadanos puedan defender sus derechos de manera individual o a través de acciones concertadas. Para eso cuentan con el juicio de amparo que se inscribió desde la Constitución de 1857, como medio de protección de los derechos individuales ante alguna vulneración perpetrada por alguna autoridad. La figura del juicio de amparo fue evolucionando a través de la interpretación constitucional hasta que los actos emanados de los órganos jurisdiccionales pudieron, también, ser objeto de revisión judicial. Así, el amparo se convirtió en un medio de defensa constitucional y, en la actualidad, “tutela todo el orden jurídico nacional contra las violaciones realizadas por cualquier autoridad, siempre que esas infracciones se traduzcan en una afectación actual, personal y directa a los derechos de una persona jurídica, sea individual o colectiva” (H. Fix Zamudio).

Pero ahora resulta que ejercer un derecho ciudadano te convierte en saboteador; en un delincuente que comete un acto de sabotaje.

Tremenda contradicción: buscar la protección de un derecho a través de un instrumento del que nos dota la Constitución es equivalente a pertenecer a un cártel o clan que se resiste a lograr la justicia y el Estado de derecho.

En lugar de denostar a quienes hacen uso de este instrumento, el gobierno debería dar a conocer los derechos, asegurarse de que todos tengan acceso a ellos e, incluso, de fomentar que se exijan a través de las instituciones creadas para ello.

No hacerlo y pretender que es el gobierno en turno el que sabe lo que es mejor para el pueblo o escudarse en consultas a modo para decir que el pueblo así lo quiere, es perpetuar el papel paternalista del Estado. Es intentar que aceptemos, sin cuestionar, toda decisión de las autoridades, ejecutiva o legislativa, aunque nos parezca violatoria de nuestros derechos o de la Constitución. Es pretender que la legitimidad que dan las urnas para gobernar se convierta en legitimidad para ejercer el Poder Ejecutivo sin límites o que el Congreso pueda aprobar las leyes que le vengan en gana por contar con la mayoría en el mismo.

Eso es lo que hoy estamos viviendo. Decisiones ejecutivas que, se piensa, deben ser acatadas sin chistar, aunque algunos consideremos que vale la pena llevarlas ante los jueces para que ellos decidan si tienen fundamento jurídico. Decisiones legislativas como la Ley de Remuneraciones que tampoco deben ser cuestionadas porque, en la concepción del Presidente, su partido tiene la mayoría y al otorgar los amparos para no reducir salarios y al invalidar algunos de sus artículos por omisión de criterios, “el Poder Judicial recurre a chicanadas, interpretaciones torcidas y recovecos legales”. Lo mismo puede decirse de dos leyes pasadas por los congresos locales de Baja California y Tabasco: la Ley Bonilla y la Ley Garrote, ambas, seguramente, inconstitucionales.

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