El Aguascalientes que se fue…..

Desde mi balcón

 

 

Jorge Arturo Ferreira Garnica

Aguascalientes, Ags.- Esta infernal ola de calor que nos ha venido estado azotando hace tres o cuatro semanas, me hizo recordar los años de mi adolescencia cuando era estudiante de secundaria, allá por el “Barrio de la Estación”, justo en el recinto que la empresa Ferrocarriles Nacionales de México (NdeM) construyó para los hijos de sus trabajadores, y que cedió al aquél entonces Instituto Autónomo de Ciencias y Tecnologías, hoy la UAA, con la condiciones de que los hijos de los trabajadores del riel como cariñosamente se le decía al gremio ferrocarrilero, estuviesen exentos de pago alguno, como así fue durante algunas décadas. Eso fue allá, a principios de los años sesentas. Años en que la calma chicha y tranquilidad de la ciudad eran la tónica de toda ciudad provinciana, y cuyas hábitos y costumbres eran el distintivo unívoco de sus habitantes.

Los aguascalentenses fieles a la leyenda de nuestro escudo de armas, éramos, y digo éramos, porque actualmente se ha ido perdiendo algo de todo esto: “gente buena”, sincera, honrada, hospitalaria, amable, saludadora, alegre y bullanguera, emprendedora y por ello muy trabajadora y productiva, pero sobre todo muy limpia en su persona y en sus cosas. Barrer el frente de las casas al despuntar el alba era, más que un hábito, un ritual que puntualmente cumplían las mujeres de la casa, pero también los hombres.

Todos los frentes de las viviendas eran barridos y regados día con día, de suerte tal, que cuando yo salía rumbo a la escuela o los mayores a sus empleos, las calles lucían impecables de limpias y despedían un amable aroma a tierra mojada. Este ritual nos dio fama nacional de ser la ciudad más limpia de México.

El silbato de los talleres del ferrocarril se convirtió en un símbolo de puntualidad para todos los aguascalentenses, pues su silbido bien afinado y con tono melancólico nos comunicaba no únicamente horarios muy definidos, sino también el llamado a sus bomberos cuando ocurría algún siniestro dentro de sus instalaciones o en la propia ciudad.

Era el aviso a sus trabajadores de que una jornada laboral terminaba y otro iniciaba; o bien, la hora del lonche, y el de las doce, que anunciaba el medio día, la hora de salida de las escuelas. En aisladas ocasiones avisaba el arribo del Presidente de la República cuando todavía viajaba en el Tren Presidencial y otros eventos extraordinarios.

Ese significativo silbato se escuchaba, según testimonios de la gente, hasta la “Chona”, esto es, hasta la vecina ciudad de Encarnación de Díaz Jalisco. Jesús María, Pabellón y Calvillo también lograban escuchar su melancólico silbar al diez para la seis de la mañana, a las seis de la mañana, diez para las siete y las siete am. Diez para las ocho y las ocho, diez para las nueve y las nueve y así con las diez, las doce la una, tres y cinco de la tarde, ocho, nueve, diez y doce de la noche, todos estos llamados con sus diez minutos previos; quizá se me escapen algunos detalles o bien tenga algún error en la precisión de los horarios, pero este es mi recuerdo que ahora fluye a través de mi memoria.

Toda la ciudad y los municipios citados se movían al ritmo de las horas avisadas por aquél inolvidable y sonoro silbato. Cada día con sus noches eran toda una fiesta, en la que el silbato de los talleres era el anfitrión y los invitados los obreros, las mujeres, los hombres y los niños. Un Aguascalientes que ya se fue, que ya no existe, que dejamos que se escurriera entre los dedos de nuestras manos, como cuando las usamos como cuenco para recoger un poco de agua para enjuagarnos o beberla y que en su mayoría se escurre y se va al suelo para luego ser absorbida y evaporarse.

El viento que viene del norte trajo el ferrocarril y sus talleres para darle vida y progreso a nuestra hermosa ciudad y prosperidad a todo el estado, y el fétido viento de la política nos lo arrebató. Ahora sólo nos queda ese lejano recuerdo y las evocaciones que de él hacemos con gotas de agua en nuestros ojos, que son gotas de lluvia de los nubarrones de la nostalgia.

De aquella hermosa época también evoco el servicio de los autos de alquiler, llamados también carros de sitio, porque tenían una base que era su sitio para prestar el servicio, y además cada uno contaba con una línea de teléfono; teléfono al que solíamos llamar cuando necesitábamos trasladarnos a cualquier otra latitud citadina o foránea. Los choferes atentos y educados, bajaban del auto y llamaban a la puerta de la casa avisando que ya estaba el taxi, y si el servicio solicitado era para llevarnos a la Estación del Ferrocarril, o a cualesquiera de las terminales de autobuses foráneos, se acomedían a subir el equipaje a la cajuela y por supuesto a bajarlo al llegar al destino previamente solicitado. Tres pesos era la tarifa, y las atenciones eran cortesía del chofer, al que por regla general los usuarios le obsequiábamos una generosa propina por los servicios prestados. Igualito que los taxistas de ahora cuyo proceder raya en una barbarie supina.

¿Y qué decir del servicio de los autobuses urbanos? Sí claro, los de la época que estoy evocando, los que, según cada línea, los distinguía un determinado color: de azul los de la ruta Madero, verde los de la ruta petróleos, rojos los de la apostolado y amarillos los oriente poniente. Sólo cuatro rutas, y aproximadamente cien unidades o poquito más. El costo del servicio era de $0.20 centavos. Los choferes competían por demostrar quién manejaba mejor. Pues en su mayoría aspiraban a lograr su ingreso en líneas foráneas de pasajeros, como la de Ómnibus de México, Transportes Chihuahuenses, Estrella Blanca, Flecha Amarilla etc.

Se paraban pegados a la banqueta para que los usuarios y principalmente las usuarias, así como las personas de la tercera edad, -que antes eran simplemente ancianos- no tuviesen dificultad para subir o bajar del autobús. Frenaban con suavidad. No se pasaban los altos ni se robaban tramos enteros de la vuelta. Nunca dejaban a nadie que les hiciera la parada, y mucho menos bajaban gente a media calle. Eso sí, se deban lo que ellos solían llamar “un sentón”, cuyo propósito era el de ganarle pasaje al que le sucedía, y de repente jugaban una que otra carrerita, alunas de ellas me tocó vivirlas ya de noche y sólo cuando iban por la Alameda y sin pasaje, y las viví, porque era amigo de algunos choferes, e incluso uno de ellos me enseñó a manejar ya que siempre que salía de la última clase que era de ocho a nueve de la noche, esperaba a alguno de mis camaradas para ahorrarme el costo del pasaje, y dar la última vuelta que era cuando me daban “las tres”*.

Este recuerdo me obliga a hacer un símil con los de ahora, que sin duda son igualitos a los de aquél ayer. Ahora se detienen en los paraderos a levantar a los usuarios según el talante que traigan. Se paran a subir y bajar pasaje a media calle o en doble fila, cuando se paran. Se roban parte de la ruta para no subir pasaje, según la hora que sea o porque se los ordena su patrón. Llevan combustible a bordo, lo cual probaré con fotos de dos o tres unidades y rutas diferentes. Combustible que supongo es diésel y también supongo que debe ser robado, o comprado a quien se lo roba, ¿pues cuál es la excusa para traerlo a bordo con todo y pasaje? ¿Se imaginan un accidente fuerte y con cinco o seis bidones de veinte o quizá más litros? Mejor ni pensarlo. Y si a todo esto le agregamos el pésimo estado de los camiones, y el ruido infernal de los radios o equipos de música que invariablemente rebasa los decibles recomendados por la Organización Mundial de la Salud, para escuchar música. Una flagrante violación a la legislación ambiental que nadie respeta, porque la autoridad que debe aplicarla no cumple con el encargo ciudadano que le encomendó el titular del ejecutivo local.

Los camiones, como los de ayer, que eran y hoy siguen siendo transportes para carga habilitados con carrocería y asientos de pacotilla para el traslado de pasajeros; y dije pasajeros, es decir seres humanos y no de cualquier tipo de carga. El traslado de personas requiere vehículos bien diseñados tanto en su interior como en su exterior, así como la parte mecánica, especialmente en el sistema de suspensión que es totalmente diferente a la que traen los camiones de carga. Un cambio palmario es que los camiones urbanos de ayer traían bancas laterales corridas y no asientos dobles como ahora. Pero son iguales en lo fundamental, pues ambos son de carga habilitados para pasajeros; ambos prestan un servicio público y el cobro de ahora comparado con los de ayer es exorbitante, si se compara con el servicio prestado que es pésimo. Como se puede advertir, el transporte urbano de hoy no tiene nada que ver con el del pasado ¿y así quieren los concesionarios aumentar la tarifa a los usuarios? Olvidaba decir que la mayoría de los camiones que andan circulando en todas las rutas, a los más, les faltan asientos, y también traen asientos en muy mal estado en los que nadie se puede sentar, amén de que la gente que va parada, y los que van parados no son ni uno ni dos, sino que el camión va abarrotado, exponiendo a los pasajeros a sufrir daños físicos graves o incluso la muerte en caso de un accidente de grandes dimensiones. Eso y más es lo que los hace inoperables.

También los choferes escudan se reprobable comportamiento para con los usuarios, en los bajos salarios que perciben por dieciocho o más horas de trabajo continuo. Horarios totalmente al margen de las leyes laborales; pero eso tampoco justifica la mala calidad del servicio que prestan al pasajero. Lo ideal sería que trabajaran turnos de ocho horas discontinuas, cuatro de trabajo por cuatro de descanso, y luego seguir con las siguientes cuatro y con un salario digno. O bien el horario continuo de ocho horas, no más. Y a todos aquellos mal encarados y que manejan con una ira contenida producto de sus frustraciones vitales, que renuncien a este empleo y busquen uno que se ajuste a sus desequilibrios mentales.

Lo más grave de este asunto, es que el gobierno del estado no ha sido capaz de controlar a este gremio integrado por concesionarios de taxis y transporte urbano colectivo. El área normativa del transporte público no ha hecho la tarea que le encomendaron. No es capaz de poner orden, ni en concesionarios, ni en los choferes de estos servicios que son vitales para el desarrollo social y económico de la comunidad aguascalentense, y supongo que ni en su casa. Lo mismo sucede en otras áreas de la administración pública, de las que iré dando cuenta en posteriores artículos.

En pocas palabras vivimos en una tierra sin ley y sin orden. Una selva de concreto en la que cada quien se protege como puede. En la que, sin duda, vivimos con verdadero estoicismo, pero siempre al borde del colapso. Y a manera de colofón, citaré que en este gobierno se tumban cientos de árboles en proyectos sin planeación y sin beneficio palpable alguno, y por supuesto sin consultar a los “supuestos” beneficiarios, como el paso a desnivel de Av. Universidad y Luis Donaldo Colosio, donde masacraron más de cincuenta árboles con cuarenta o más años; y con todo y este tan desequilibrado acto de gobierno, como injustificable e imperdonable, ahora se pretende asesinar centenares de mezquites, árbol nativo de la región que debería insertarse en nuestro escudo de armas y no la vid que fue una especie importada, tala que se justifica en un proyecto de marras para edificar un centro comercial del que nada sabemos. Pero tanto la autoridad federal como la estatal y la municipal en el ramo de ecología, según su dicho, no pueden hacer nada para evitarlo, salvo prestarles ayuda para derribarlos lo más pronto posible, al fin y al cabo, son sólo árboles; árboles que no sirven para nada. ¡Vamos! Ni el H. Ayuntamiento de la capital puede evitar esa descarada tala, pues según ellos no se puede revocar el permiso del uso del suelo.

A que bonitos e inútiles gobernantes elegimos, incapaces de llevar a cabo la tarea que les mandamos cumplir mediante nuestro sufragio. Es hora de que todos se pongan a trabajar, desde el gobernador hasta el más modesto servidor público y, sobre todo, no sólo aplicar la ley, sino también respetarla, pues de no ser así, no nos debe de quedar ninguna duda de que estamos viviendo una galopante etapa de corrupción jamás vista en nuestro vapuleado Aguascalientes.

 

(*) “Las tres”. Jerga o vocablo que se utiliza para pedirle a alguien la parte última del cigarrillo que fuma. Es decir, las tres últimas fumadas que le quedan: pasa las tres compa. También se utiliza para otro tipo de peticiones de interés de quien las solicita.