Avalancha de indocumentados de USA

Desde mi balcón

Jorge Arturo Ferreira Garnica

Aguascalientes, Ags.- Este lunes veintiséis de noviembre del año que nos ocupa, las fotos de las primeras planas de los principales diarios del país, mostraron imágenes lastimeras de una multitud de personas corriendo por un llano. Estas fotografías fueron tomadas en el momento en que un nutrido contingente de emigrantes centro americanos que habiendo derribado la cerca de alambre de la frontera sur de los Estados Unidos de Norte América, con la mexicana, en las zonas del “Chaparral y San Ysidro California, se internaron en territorio norteamericano. Se habla de más de quinientos emigrantes de un grupo más numeroso que vienen en caravana huyendo de la violencia y la miseria de sus países de origen, y que quieren lograr mediante asilo o de la manera que sea llegar a USA en búsqueda del “sueño americano”.

Los migrantes centro americanos fueron reprimidos con la brutalidad que caracteriza a las fuerzas del orden estadounidenses incluido el ejército. Gases lacrimógenos y balas de goma fueron los instrumentos usados para detener, repeler y disuadir a esta masa de desesperados seres humanos que sólo buscan mejores condiciones de vida que las que sus países de origen les ofrecen, si es que algo les pueden ofertar. Su principal excusa o pretexto para justificar sus fines, es la inseguridad que reina en esos estados del centro del continente americano.

Este multitudinario e inédito intento, al menos mediáticamente, para cruzar la frontera norte, me devolvió a una de las tres ocasiones en que logré internarme sin documentos en territorio gabacho gracias al arrojo y el ingenio innato en nosotros los mexicanos. Dos de estas temerarias incursiones fueron por la garita de San Ysidro California y la tercera por el puente hacia Laredo Texas

La primera de ellas, fue allá a finales de la década de los ochenta. La razón por la que me vi orillado a ese recurso, fue que mis “papeles” me los habían cancelado en Chicago en 1994, y también por una oscura negociación familiar para alejarme de una “mala influencia femenina”. Asunto del que luego de un considerable tiempo me enteré. Cosas de familia puesssnnn.

Volé de Aguascalientes a Tijuana y una vez que llegué a esa ciudad fronteriza fui recibido por unos tíos míos residentes en Los Ángeles California.

Después de compartir el pan, la sal y la palabra me llevaron a un motel ubicado en las playas de Tijuana, que previamente habían reservado, a dónde llegaría un “pollero” que sería quien me habría de trasladar hasta LA.

En dicho hostal estuve esperando cerca de tres o quizá cuatro horas. En ese lapso me entretuve viendo como los “cholos” tijuanenses se divertían en la calle con sus autos modificados, haciéndolos brincar y bailar al compás de la música de sus estéreos, o sacar chispas rosando el pavimento y un sinfín de malabares, presumiendo así, quién traía la mejor modificación de esa casi docena de autos. En ese período de tiempo pude observar cómo la policía detuvo a uno de los espectadores y lo llevo hasta el callejón contiguo al motel, donde prácticamente lo bolsearon y le confiscaron un puñado de dólares, no así un envoltorio que supuse era algún tipo de droga, y el dinero confiscado, “el producto de la venta de la misma” y a la vez cuota para poder seguir vendiendo su merca.

Luego de tan prolongada espera, supuse que ya no llegaría el susodicho contrabandista de seres humanos, de tal suerte que me duché y me dispuse a descansar, en espera de que llegara. Justo cuando en ese momento se escuchó el toc, toc, en la puerta de mi habitación. Era él, el “pollero” de marras, el cual con una tosca sequedad usual en quien se siente dueño de la situación, me espetó un áspero y seco: ¡Vámonos! Me vestí y salí de la habitación y abordé una camioneta Van de carga, y me senté en una caja de madera, en la parte trasera del vehículo. Junto al “coyote”, en el otro asiento, iba una señora con una niña como de seis o siete años, y por la conversación intuí que todos seríamos compañeros de viaje hasta la cosmopolita ciudad de LA.

En esta conjetura me equivoqué, pues luego de un largo recorrido llegamos a una lóbrega y sombría calle; el pollero se bajó y tocó la puerta de una modesta casita, de cuyo interior salió una chica de tez morena, estatura media, de ojos grandes como dos aceitunas gemelas, rostro fino, bien delineado, y una espléndida y sugestiva sonrisa, todo lo cual hacía resaltar su bien proporcionado cuerpo. La chica subió a la Van, y se sentó frente a mí en otra caja igual a la que me servía de asiento. Luego de unos minutos de camino, la camioneta se detuvo y la joven mujer y yo descendimos, al igual que el traficante de prójimos y prójimas. Él llamó a la atractiva jovencita, que según mis cálculos no tendría más de veintidós o veintitrés años, y algo le dijo. Sin decirme nada, se subió al vehículo y arrancó. Ambos, la joven traficante o pollera u lo que sea y yo, nos miramos a los ojos, y en un acto reflejo nos tendimos la mano y dijimos, cada uno en su tiempo, mucho gusto, Martha, me dijo ella, Jorge para servirte le respondí. Y pregunté ¿dónde estamos? En el río Tijuana me contestó, y agregó: es por donde vamos a cruzar la línea. Y caminamos juntos hacía el río hasta llegar al borde del lado americano.

Lo que vi allí fueron escenas auténticamente surrealistas. En el lecho del río había no agua, sino un caudal de gente cuyo número era difícil de precisar. Arriba, en el borde americano, los grupos de gente se extendían por cientos de metros. Tampoco fui capaz de calcular la cantidad de personas que conformaban tal multitud. En el cauce había señoras con sus anafres vendiendo fritangas mexicanas, tamales, atole, y chicos con cajas de madera sostenidas por una correa de cuero colgada al cuello ofreciendo en venta cigarrillos y diversas golosinas, incluso debajo de su mercancía había un doble fondo donde escondían micas (pasaportes) locales o de residencia, falsas o quizá robadas a los visitantes de fin de semana. Uno de esos mozalbetes me ofreció una diciéndome, mire sí se parece, se la doy en cien dólares, o dígame cuánto me da por ella. Mi respuesta fue, no gracias. En fin, aquello parecía algo salido de las páginas de una historia bretoniana.

Me llamó mucho la atención distinguir la simpleza con la que se diferenciaban dos economías: de la mitad del lecho del río hacia el borde gabacho, todo tenía una cubierta de concreto armado, y restos de una cerca de malla ciclónica, en tanto nuestro lado, todo al natural, es decir, sólo tierra. Una vez en la parte del borde le pregunto a Martha por qué había tanta gente y que era lo que esperaban, y me contestó que estaban en espera del cambió de guardia de la “migra”, pues a las once de la noche se iban todos, para ser relevados y dejaban esa zona sin vigilancia alguna. Eran cerca de las ocho de la noche, y pensé, todavía faltan como tres horas para ese cambio de turno de la patrulla fronteriza. Fue entonces que se me ocurrió preguntarle a mi “pollera” ¿qué hay que hacer cuando se haga el cambió de turno? Correr hasta aquellas luces que se ven allá, señalándome con el dedo índice un conjunto de luces a una distancia como de dos kilómetros de distancia. Mi cerebro trabajo con rapidez y le dije, ¿puedes correr? Le pregunté si podía correr, en virtud de que ella me había dicho que tenía una semana de haber parido, y me contestó que sí. La tomé de la mano y ambos comenzamos a correr, entonces escuché un griterío ensordecedor y voltee, eran todos los que esperaban el cambio de guardia de la patrulla migratoria que se habían abalanzado detrás de nosotros en un loca carrera igual a la nuestra. Se encendieron luces y también las torretas de unas diez o más patrullas. El espacio por el que íbamos corriendo para llegar a las dichosas luces y estar a salvo, era un llano con la tierra suelta, y era tal la cantidad de personas que venían siguiendo nuestros pasos en nuestro osado lance, que se mi figuraba una manada de búfalos en estampida por los gritos, el ruido de las pisadas y la nueve de polvo que habían levantado tras su alocada carrera. La distancia no nos llevó más de dos o quizá tres minutos, pero se mi hizo el trayecto más largo que jamás hubiese corrido, con todo y que por esa época solía trotar doce o trece kilómetros diarios. Llegamos hasta las luces que me había señalado mi guía fronteriza, que resultó ser una zona habitacional. Tocó la puerta de una casa y salió un hombre como de treinta y tantos años, abrió la puerta de una guayín y nos dijo súbanse. Nos llevó hasta el centro de San Ysidro, justo en un Jack in the Box.

Luego de dos horas de larga espera en el Jack, llegó el contrabandista de ilegales y de ahí partimos con rumbo a Los Ángeles California, que fue lo que supuse, pero me volví a equivocar pues el susodicho “pollero” me dejó en la terminal de la Greyhound, de San Diego California, pero antes me compró, con mi dinero, un boleto a LA. Así que me la jugué yo sólo, pues tuve que pasar la garita de revisión migratoria de San Clemente, en la cual la suerte me favoreció en virtud de que ese autobús iba lleno de soldados de la base militar de San Diego que según otra suposición mía, estaban francos, es decir, que gozaban de un descanso. Eso fue lo que me salvó de ser descubierto, bajado y luego deportado en San Clemente, pues el guardia sólo se limitó a lamparear desde las escalerillas del autobús. Yo supuse que no realizó la revisión de rutina revisando documentos pasajero por pasajero, creyendo que “todos éramos” soldados de USA. Lo demás otro día lo seguiré narrando junto con las dos ocasiones más que me les colé sin “papeles” a su territorio, pues lo único que me propuse en este largo escrito, es dar testimonio de que no es la primera ocasión en la que, por esa frontera, ha habido cruces multitudinarios de ilegales, pues yo viví en carne propia y encabecé uno, tal y como aquí lo describo, en el que también cruzaron algunas mujeres con sus hijos, tal y como publicaron la imagen en primera plana los diarios capitalinos, de lo sucedido el domingo pasado allá en aquella frontera. Lo anterior, salvada toda proporción, pues cuando protagonicé aquello, Trump no gobernaba, y tampoco la guardia fronteriza disparaba a los “mojados” como nos dicen a los que cruzamos su línea fronteriza.

Todo esta red de suceso aquí descritos, surgió de una lejana conversación que tuvimos en el Café Excélsior propiedad del señor Palos, en el viejo parián demolido por una de tantas nefastas ocurrencias de nuestros gobernantes, ergo Rodolfo Landeros; decía pues, que en aquel concurrido café, charlaba con mi ex maestro del raíces latinas y griegas, además de compañero de trabajo y amigo, Desiderio Macías Silva, médico de profesión y poeta por vocación y convicción. Recuerdo que comentaba con él acerca del nuevo programa de planificación familiar que el Seguro Social había implantado en sus programas de salud pública, a través del área de medicina preventiva. Ponderaba yo los pros de dicho programa como una forma de incidir en la disminución de la tasa de crecimiento de la población en general, y en particular en el indicie de embarazos en adolescentes que ya en aquellos años (década de los setentas) comenzaba a encender focos rojos.

La respuesta del poeta me dejó asombrado, y no era para menos, pues jamás paso por mi mente tal desvarío, pues con su característica seriedad y no menos ironía, dijo: cual planificación familiar ni que ocho cuartos, mejor incitemos a nuestro pueblo a que copulen como conejos para multiplicar la población, así cuando nos apriete el hambre, todos en bola nos lanzamos a cruzar la frontera gringa, a ver si nos pueden detener, y sirve que recuperamos los territorios que nos robaron. Palabras más palabras menos, pero así fue. Fue esta conversación y la ocasión en que yo cruce esa frontera de manera ilegal lo que motivo escribir el presente texto. Sólo eso.

Al momento de redactar este choro me enteré de que poco más de quinientos centroamericanos habían logrado cruzar esa frontera, pero se entregaron a las autoridades migratorias. No obstante el cruce individual ha rendido frutos, pues ya suman decenas los que han logrado internarse en territorio norteamericano, quizá por ser menos estruendosa.