Atila, el azote de Aguascalientes

Desde mi balcón

Jorge Arturo Ferreira Garnica

Aguascalientes, Ags.- En días pasados el transporte urbano de la ruta uno en el que me trasladaba a mi domicilio pasó por ahí de las 15 horas por el jardín del Encino. Me sorprendió ver todo el piso de los corredores levantado y leer la siguiente leyenda en una manta del Ayuntamiento de la capital, en la que se hace promoción de una “rehabilitación de la imagen urbana”. De ahí que yo supongo, que tal rehabilitación alude al cambio de las baldosas de este emblemático jardín. Ignoro por completo por qué material serán sustituidas ni que otra andanada de “linduras” serán las que conformarán tal rehabilitación.

Esto me recuerda otro de esos geniales actos de gobierno gestado allá por la década de los ochenta, concretamente en los años en que Rodolfo Landeros Gallegos gobernó nuestra entidad.

Fue él quien le cambió la fisonomía a nuestra hermosa y provinciana Plaza de Armas. Fue él quien mandó montar la réplica del águila del escultor aguascalentense José Fructuoso Contreras allá en la cúspide de la columna de la exedra, y cuya pieza original aún está en el pedestal superior que engalana la falsa pirámide que es el monumento a la Raza, justo en la Avenida de los Insurgentes, al norte de la ciudad de México.

Y no sólo fue quien borró de la faz urbana aquella legendaria Plaza Principal o de Armas, cuyo piso de mosaico (no recuerdo si era azulo o verde) brillaba como una esmeralda o quizá como un zafiro, pero brillaba con natural esplendor luego de que sus mosaicos eran lavados por cuadrillas de reos del orden administrativo municipal, o bien empleados de la propia municipalidad, y mayormente lucidoras eran esas losetas en la temporada de lluvias. Piso que sustituyó por adoquines de mármol rústico, es decir, sin pulir; supongo que, con la idea de que al paso de los años el pisar de miles de personas los fuesen puliendo hasta dejarlos totalmente planos. Como en una de las plazas romanas. Un sueño guajiro.

Pero fue también el Gobernador Landeros quien no únicamente devastó sino a la vez desarmonizó una importante parte del legado arquitectónico del Aguascalientes de la colonia y de más acá de esa época de esplendor, pues fue el gobernador Landeros quien mandó demoler el segundo Parián y el Mercado Terán. Con tal destrucción desapareció per se, una parte importante de los símbolos de identidad de los aguascalentenses.

De este par de aberrantes e indoctos sucesos, la vox populi creo dos anécdotas cuya perspicacia y genialidad llevaban implícito su rechazó a tal despropósito y estulticia de este inculto gobernante, tanto o más, que la mayoría de todos los demás gobernadores que he visto pasar desde que tengo uso de razón, por no decir que todos. La primera de esas anécdotas surge precisamente, en ése, para mí, hasta extravagante régimen: Recuerdo que se promocionaba en televisión un corte comercial del brandy Cheverny cuya materia publicitaria centraba la atención del televidente en un joven y apuesto caballero en compañía de una bella dama, que según las imágenes narrativas daban a entender que el varón del comercial se dedicaba si no a la cría, sí a la domesticación y entrenamiento de halcones para posteriormente utilizarlos como solaz en la volatería.

Pues bien, este personaje que aparecía en un primer plano, le quitaba la mascarilla que cubría los ojos y parte de la cabeza del halcón que descansaba en su antebrazo, para soltarlo y dejarlo volar en plena libertad. Merced a lo reducido de los tiempos empleados en los promocionales televisivos, aquél joven cortaba el vuelo del ave llamándole sonoramente y a voz en cuello, con el nombre de Atila, y se proyectaba la imagen del halcón que regresaba posándose en el mismo lugar del brazo de su amo, del cual había emprendido el vuelo. Más o menos ese era el eje sobre el cual se centraba la promoción de ese brandy.

Pero la agudeza del ingenio, la mordacidad y picaresca de nuestro pueblo aguascalentense, comenzaron a contar entre los diversos corrillos, el chascarrillo de que todas las tardes el gobernador Landeros salía al balcón principal de la antigua casa del marquesado de los Rincón Gallardo, con un baso en la diestra rebosante de su “París de noche”, bebida favorita del señor Landeros, esto es, coñac con coca cola. Desde ese balcón se ponía a contemplar su magna obra de remodelación, de la desde entonces, deformada y antiestética Plaza de Armas, ahora mal llamada Plaza de la Patria. Decía el populacho que nuestro gobernador, volteando hacía la réplica del águila de J. F. Contreras emitía con marcada arrogancia, un destemplado y aguardentoso grito ofreciéndole su brazo izquierdo, igual que el protagonista del comercial: “Atilaaa”, le llamaba inútilmente esperando que el águila bajara de lo alto de la columna de la exedra y se posara en su brazo. Una ocurrente y aguda forma de cobrarle a su gobernante las desastrosas remodelaciones de nuestra tan querida Plaza Principal.

Debo aclarar que el gobernador Landeros era muy aficionado al “traguito”, de lo cual nunca se desnegó ni se ocultó. Recuerdo que en más de una ocasión sus ayudantes lo llegaron a levantar y llevárselo como vulgarmente decimos, de a cuervito, tanto del palenque como de la plaza de toros, y el pueblo en lugar de chiflarle como protesta o burla, le aplaudía y vitoreaba, quizá por embriagarse delante de todos como cualesquier de ellos mismos. Eso le ganó popularidad, pero también vino a mostrarnos que los borrachitos sí somos capaces de gobernar, y gobernar bien, aunque con uno que otro desliz como los aquí comentados. Nadie es perfecto.

Respecto a la demolición del Parián y el Mercado Terán, nuestros satíricos paisanos contaban que una tarde de esas en las que el “gober” disfrutaba de su “París de noche”, mandó llamar al ya en ese entonces harto conocido “Teniente Lupillo” dándole indicaciones de que incendiara el Parían, pues requería una justificación cualquiera para demoler ese pobre e inocente centro comercial que nada le había hecho, y que dicho sea de paso, no requería intervención de ningún tipo.

Fue esa la noche en la que se incendió la esquina norponiente del Mercado Terán, y que según las versiones del vulgo, el “Teniente Lupillo” había mal entendido la orden del gobernador, pensando que le había dicho que incendiara el “Terán” como cariñosamente se le decía y dice al mercado principal de la ciudad. Así que se derribó primero el mercado, para imponernos ese adefesio que hasta la fecha existe y luego el Parián. Este chascarrillo no era sino otra forma más de la protesta pública que pronto se divulgó entre la comunidad aguascalentense.

Con el Parián, fue más un capricho de su conyugue, pues se decía que la señora Azul Verdugo de Landeros, quería construir aunque fuese en miniatura un centro comercial como aquel que ella visitaba con frecuencia en La Puente California. En ese entonces era un secreto a voces que la primera dama del estado, tenía una residencia en La Joya California, condado muy cercano al centro comercial citado. Bajo esta sombra de mito y realidad se consumó la desaparición del segundo centro de mercadería más importante del centro de la ciudad, en virtud de que el primero que databa de la colonia, se había incendiado, y este segundo lo construyó otro gobernador, que fue Luis Ortega Douglas, que bien pudo ordenar la restauración del primero, pero siendo ingeniero civil y afano$o constructor, optó por uno nuevo, según él, a la altura de los tiempos y con mejor gusto, ¡faltaba más! Pero que, a fuer de ser sincero, y al paso de los años, llegó a gozar de una gran tradición popular, lo que no ha logrado en absoluto el actual

Aquel demolido Parián todos los días era visitado por una gran cantidad de gente de todos los rumbos de la ciudad. Pero había algo que lo hacía especialmente atractivo para los jóvenes de aquella época, y eso no era otra cosa que una encantadora costumbre que se daba día con día pasaditas las doce horas, y para quienes cursábamos la secundaria y la preparatoria o bachillerato en lo que solíamos llamar “La Prepa”, (que en realidad era el Instituto Autónomo de Ciencias y Tecnologías, ahora edificio central de la UAAA ubicado a un costado del templo de San Diego) constituía todo un bizarro lance; entre paréntesis, supongo que por ello nació esa costumbre de llamarle “Prepa” al inmueble. Lo que sí, es que para nosotros era un orgullo decir: estoy en la “Prepa” y no en la secundaria. Pero prosigamos, pues la anécdota consiste en que a esa hora salían de clases las alumnas de los colegios La Paz, Guadalupe Victoria, Esperanza, la Normal del Estado, todos ellos exclusivos para las féminas de nuestra generación, amén de uno que otro centro de enseñanza más, que por ahora no recuerdo. Era una hora ávidamente esperada por la pléyade de varones estudiantes o no, pues los corredores del Parián se veían colmados de alegres y risueñas damitas, como si fuese un desfile de carnaval. Y nosotros dejábamos retozar nuestra visión ante tan provocativo espectáculo, que daba pie para que el ingenio convertido en palabra pícara y lisonjera, se convirtiera en original piropo para tan desbordante muestra de belleza, que aparecía ante nuestros asombrados ojos de arrebatada y lasciva mirada. Era un ritual en el que ambos géneros participábamos en una tácita complicidad, pues bastaba una sonrisa o un disimulado guiño para de inmediato entrar en acción e iniciar, primero, una relación amistosa, y si las condiciones se daban, pues surgía el noviazgo, que en la mayoría de las veces resultaba ser primerizo, es decir, amor de estudiante, el primer amor.

Era un fugaz y apresurado flirteo pues no duraba más allá de las trece horas, que era cuando las dependientas de los comercios del centro citadino salían a sus casas a comer para regresar a las cuatro de la tarde, hora en que se reabría el comercio; no sin antes darse una rápida vuelta para, igual que las estudiantes, coquetear con los varones o ver al novio; ritual que se repetía después de las veinte horas, cuando los comercios concluían un día más de labores.

A esta hora se daban más tiempo, incluso para compartir un charla en alguna de las neverías o cafés que había en ese alcahuete Parían, que si la memoria no me falla eran: La Lutecia, El Salvador, La Bambi, La Excélsior y la preferida de los estudiantes: La Nápoles. Y vaya que fue alcanfor, nuestro inolvidable segundo Parían pues de estas incursiones parianescas surgieron largos noviazgos que terminaron las más de las veces en matrimonios, pero también en maternidades solteriles.

Un centro comercial totalmente provinciano con costumbres pueblerinas, como aquella de cada jueves entre las dieciocho y veinte horas, lapso en que solía armonizar el ambiente la Banda Sinfónica Municipal.

Todo un espectáculo digno de recordar. ¿Qué más se le podía pedir a la vida? Por una parte mujeres jóvenes y hermosas, por otra, música y sana distracción con una grata compañía femenina. Esta era una parte muy propia de la identidad de los aguascalentenses de esa época, pero que, por unas cuantas ocurrencias de ejercicio de poder se perdieron para jamás volver. Así suelen morir las tradiciones, por ocurrencias y caprichos de los encumbrados políticos.

La Plaza Principal o de Armas, además de sus bonitas, lizas y lucidoras baldosas o mosaicos, también tenía cómodas bancas de hierro forjado cuya hechura venía de principios del siglo XX, y pequeñas y redondas fuentes con esculturas en bronce acordes a las dimensiones de la fontana. Todos estos significativos y ricos ornamentos de la Plaza de Armas se los llevó un capricho de gobernante. En la Plaza de Armas también solía armonizar el ambiente la Banda Sinfónica Municipal cada domingo entre las veinte y veintidós horas, en tanto las chicas daban la vuelta, como en el Parián, en un sentido, y los varones en el contrario, es decir, de frente a ellas. Esas y no otras eran nuestras formas de socializar y relajar espíritu y cuerpo, como auténticos provincianos en la mejor acepción del término.

Y no puedo olvidar que fue también el señor Landeros quien inició las obras de recomposición de la Monumental Plaza de Toros, por su pésima construcción en cuanto a la visibilidad requerida para este tipo de inmuebles, pues a partir de la quinta o sexta fila el espectador ya no alcanzaba a ver lo que el torero hacía al filo de las tablas, no se diga en lo que restaba del tendido, que aún ahora con todo y las readecuaciones, el espectador se pierde de ver lo que el torero hace cuando está pegado a las tablas, lo que da cuenta del mal cálculo y diseño arquitectónico ¡A que mi Pepón Macías Peña! Fue el mismo señor Landeros quien mandó quitar el techo de los palcos para dejarlos al descubierto tal y como están ahora, así como la reducción del ruedo con el consecuente ensanchamiento del callejón, entre alguna que otra modificación para mejorar la visibilidad y comodidad del aficionado, pero lo mal diseñado y mal construido ahí quedará hasta que llegue otro gobernante que decida derribar ese coso taurino y edificar uno nuevo en ese mismo terreno. Cuestión de tiempo y de vanidades. Dice una añeja sentencia, que la historia siempre se repite.

A manera de colofón preguntaré: ¿Acaso Teresa Jiménez ya nutrió bien su CI, con suficientes elotes, lechugas, rábanos o qué sé yo, frutos de la tierra que ella misma pregonó durante su campaña electoral, frutos que le impulsen a seguir los pasos de todos quienes ostentan cierto poder político, y discurrir con una rehabilitación “ad hoc” sobre lo ya, hace siglos construido, y así trascender en su ejercicio de primera edil? Bueno, yo sólo pregunto por lo del “programa de rehabilitación de la imagen urbana”, pues mi memoria me dice que na ha mucho tiempo esas baldosas ya habían sido cambiadas. Dejémoslo al tiempo, el sabio consejero, pitoniso e implacable tiempo.

Es notorio cómo la mayoría de los políticos en el ejercicio del poder buscan a toda costa y por todos los medios, trascender y dejar huella de su actuar como gobernantes. Como si fuese una gracia y no un deber que nosotros les concedemos a través de nuestro voto. Esto siempre me obliga a plantear las mismas preguntas. ¿Por qué lo tienen que hacer sobre obras que datan del pasado que fueron realizadas por el gobernante en turno? ¿Por qué desarmonizar o demoler construcciones emblemáticas y señoriales, además de históricas y artísticas? ¿Por qué existiendo tantos espacios públicos –léase camellones, parque y jardines, o predios también públicos sin construcción alguna, tienen que demoler lo antiguo o ponerle grotescos parches o añadidos?

Y mi respuesta siempre es la misma: ignorancia, vanidad, prepotencia, incultura, soberbia, carencia absoluta de ideas, nula planeación y ausencia total de una política de auténtico urbanismo y de verdadera cultura, disciplinas sociales que siempre deben ir de la mano.

Quizá haya más, pero se las dejo a su consideración. Otro día hablaremos de Miguel Ángel Barberena, Otto Granados, Felipe Gonzáles, Luis Armando Reynoso, Carlos Lozano y el actual, Martín Orozco.